viernes, 6 de enero de 2017


Usualmente no me percato de la gravedad de mis acciones o de lo agresivas que pueden ser mis palabras. Usualmente soy perfectamente consciente de ambas cosas. A veces, cuando estoy a un paso de cruzar la línea, me imagino como un cigarro en la boca de la persona que tengo enfrente. En este punto es pertinente abrir un paréntesis para aclarar que dicha persona puede ser simbólica o real: al fin y al cabo, cuando lastimamos a una persona, herimos de conflicto un aspecto de nuestras vidas. Cuando no es amoroso, es familiar, es social o laboral. Cuando me imagino como un cigarro en la boca de esa persona, me concentro en el correcto funcionamiento de mi propio filtro. Si pudiera, me arrebataría de la boca de esa persona y me pisaría en el suelo, para apagarme de sus pulmones; sin embargo, estar entre sus labios denota que es muy tarde: si el filtro no funciona, llenaré de cáncer a alguien que buscando un poco de placer, un respiro o quizás un desastre, prendió fuego al cigarro que no debía.

Entonces ya se ha cruzado el límite.
Mis palabras incendian cuando no lo han hecho mis puños, el alcohol, o alguna adicción autodestructiva fácilmente googleable y publicada en Instagram.

Y cuando todo ha pasado, preferiría nunca haber estado en aquella boca.


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